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DEL CASO DE LA PELUCA AL CASO DEL PELUQUERO:

La incongruencia entre la verdad y la justicia en el periodismo de los "crímenes espectáculo"

Por Vladimir Montaña Mestizo

El aparente esclarecimiento del asesinato del peluquero Mauricio Leal, un crimen que se resolvió de manera asombrosamente rápida dentro de los estándares jurídicos colombianos, es un ejemplo de aquellos asuntos criminales que, transmitidos en tiempo real, requieren inusitados picos dramáticos si se quiere mantener en vilo la atención del público. Para mostrar la poca sintonía que tiene la noticia espectáculo con la justicia efectiva y la verdad, y lo inconveniente de ponerles a funcionar en una misma temporalidad, recrearemos una crónica de hace 50 años, cuya trágica resolución noticiosa fue tan rápida y ficticia como impune la acción de la justicia. Felipe González Toledo, maestro de la noticia amarillista en Colombia, con su relato El Caso de la Peluca, de 1965, nos ayudará a ejemplificar la  dificultad de transmitir la acción jurídica desde la frenética temporalidad de un espectáculo y desde su inequívoca necesidad de crear un turbio desenlace. Esta historia, cuyo título pareciera querer aproximarse a El caso de la peluca robada, escrita por Chester Gould dentro del universo de Dick Tracy, no logra de ninguna manera transmitir al lector la motivación de los culpables, los móviles o el contexto del crimen que pretende esclarecer.

El asunto comienza en 1965 con el hallazgo del cuerpo difunto del ciudadano peruano Eloy Vega Bocanegra, un delincuente internacional cuya chapa en Colombia fue Ricardo Sánchez Bonilla, y en cuyos bolsillos se encontró el recibo de compra de una peluca comprada en el establecimiento “Artesanías Españolas”. Indudablemente -señaló el periodista con ínfulas de usar palabras del argot forense- la peluca estaba destinada a cubrir la prematura calvicie fronto-coronal del viajero”. González Toledo cuenta que Eloy Vega murió asesinado por Fernando Arias Polifroni y Juan Padilla, delincuentes locales que le ultimaron con el fin de despojarle de unas joyas que el peruano había traído robadas en México. Urdiendo el crimen, supuestamente, le invitaron a transar un negocio en el pueblo de Honda, en cuyo recorrido dejaron el cuerpo yaciente debajo de un puente, en cercanías a la localidad de Guaduas. El tiro se lo pegaría Polifroni quién –supuestamente- viajaba en el asiento trasero del carro: desde allí –elucubra- le bastó con un certero balazo en la nuca para eliminar a su víctima.

 

Pero, a ciencia cierta, González Toledo no presenta un argumento contundente para a inculpar a Polifroni y Padilla, y su hipótesis se basa en el tímido testimonio de una joven llamada Vicky quién, sin haber estado en el vehículo, aseguró “que el autor material del crimen debió ser Arias Polifroni”. Vicky Figueroa, quien había sido amante del occiso y amiga de Padilla, fue por cierto quien autorizó el ingreso del peruano a Colombia desde Panamá. La noche antes del asesinato, el finado durmió con Vicky en casa de su madre Rosaura, quienes por cuenta de esta eventualidad dieron sus testimonios estando arrestadas al haber sido consideradas las primeras sospechosas. Como consecuencia de esta versión, Polifroni fue acusado de asesinato y Padilla de complicidad.

Con tan pobre acervo probatorio la justicia no llegó a ninguna condena y el acusado fue rápidamente puesto en libertad. Ante los periodistas que le interrogaron por las razones de su inusitada absolución, Polifroni con desparpajo se  vanaglorió de haber tenido “el mejor abogado del mundo”. La suerte de Padilla fue algo distinta, pues tuvo que pagar una breve condena por complicidad con un asesino que, a la postre, había sido declarado inocente. La culpabilidad del acusado, en adelante, quedó en manos del cronista y de un jurado compuesto por sus ávidos lectores.

Al salir de la cárcel, Padilla volvió con su esposa Maruja Ramírez, con quién vivían cerca de la Cigarrería Santander, ubicada en la calle 59, en Chapinero, donde ocurrió la segunda fase de la crónica amarilla. En efecto, después de una acalorada discusión con su mujer, quién supuestamente le habría robado el botín del peruano, Padilla resolvió asesinarla y acto seguido se pegó un balazo en la boca. El tesoro quedó finalmente en manos de la madre de Maruja, de quién nada supimos en la crónica, pero a quién González Toledo le atribuyó el haberse quedado con las joyas después de haberlas recibido de manos de su hija. De ninguna de estas situaciones y hechos el cronista presentó evidencia a sus lectores.

Hay convergencias entre peluca y peluquero, desde luego. En la historia de la peluca de 1965 se tiene a un cronista que, sin tener la menor intención de compartir información verídica a sus lectores, presentó la barata resolución dramática de una historia en la que lo único cierto fue la compra de un peluquín. En la historia de 2022, se tiene a un fiscal y una fiscalía que, sin tener la menor intención de compartir información verídica con la ciudadanía, en esencia presentan el barato espectáculo de una justicia eficiente en la que lo único cierto y comprobado es la trágica muerte de un peluquero. Son tantas las preguntas que genera la supuesta resolución del caso, que el mismo abogado de las víctimas se halla desconcertado con la verosimilitud de las pruebas presentadas en contra del acusado, con el desarrollo del proceso y con los términos del preacuerdo con la Fiscalía. Del origen de la peluca, y esto queda para la sección de variedades, el autor mencionó dos hipótesis por resolver: una, que Vicky le recomendaría a Eloy Vega comprársela para no verse tan viejo a causa de su alopecia, y dos: que él mismo la compró para despistar a sus persecutores luego del mencionado robo perpetrado en México.

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